Somos grandes, por lo tanto podemos hacer lo que queramos. ¿Dejar que el niño se calme solo y se duerma? Es posible ¿Permitir que llore cerrando la puerta para no escucharlo? Es posible. ¿Abandonarlo solo en su cuarto y no enterarnos de lo que le sucede? Es posible. Podemos hacer algo más: creer y auto-convencernos de que el hecho que un niño se duerma solo es un “logro”. Obviamente que todo esto lo podemos hacer, incluso sintiendo que “hemos ganado una batalla” contra el capricho del niño que tiene que aprender a no molestar.
Pero la realidad es un poco más compleja. Porque lo único que aprende un niño que está solo, es que el mundo es hostil, peligroso, árido y que viene cargado de dolor. No hay ningún logro cuando el niño efectivamente se duerme. Al contrario, el pequeño conoce en esa instancia el dolor de la resignación, al constatar que aunque llore, grite, o se desespere, nadie va a acudir en su ayuda y que le conviene detener su llanto para sobrevivir. Aprenderá que no vale la pena pedir ayuda, sabrá que no cuenta con nadie, aunque sólo tenga pocos días de vida.
Es preciso comprender que la necesidad básica de todo niño humano de estar en contacto corporal y emocional permanente con otro ser humano, la necesidad de calor, cobijo, ritmo, movimiento, cercanía y mirada; no desaparece al no obtenerla. El niño simplemente sabe por experiencia que el llanto no le procurará una solución, y que hasta el momento el llanto sólo le devolvió soledad, oscuridad y quietud. Entonces, con cuidadosa inteligencia, el niño desplaza su necesidad, hacia una manifestación “escuchable” para el adulto. Generalmente se enferma.
Los adultos somos tan necios, que no reconocemos en la enfermedad, la necesidad desplazada del niño. Creemos que se enfermó, y que esto no tiene nada que ver con “el logro del buen dormir” o más precisamente, con la soledad y el sufrimiento que soporta.
Ahora bien, si cada uno de nosotros tuviésemos la valentía de recordar y sentir el dolor sufrido a causa de los métodos de crianza y educación que hemos vivenciado, y si pudiésemos posar las manos sobre el corazón y recordar las vejaciones, humillaciones y desamparos que hemos sufrido siendo niños, comprenderemos que todo esto se trata de una guerra emocional. Aceptemos que ahora somos grandes y estamos en condiciones de vengarnos. Ahora vomitamos la impaciencia, la incomprensión, la desdicha y el odio del que fuimos víctimas. Ahora pretendemos salvarnos y dormir en paz. Como si dormir una noche entera fuese tan importante para un adulto, frente a la inmensidad de la noche desde el punto de vista de un recién nacido.
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