Si cuando hemos sido bebés, no hemos recibido el apoyo, la presencia, la mirada, la leche y los brazos constantes de una persona maternante, es posible que hayamos aprendido muy tempranamente, que para sobrevivir había que luchar. Cuando nuestra madre nos dejaba solos durante noches enteras sumidos en el miedo y la oscuridad, era obvio que ganaba su deseo en detrimento del nuestro. Por lo tanto, comprendimos que era necesario ganar terreno e imponer de algún modo nuestra imperiosa necesidad de ser sostenidos y protegidos, a través de diversos mecanismos. Enfermarnos puede haber sido un modo eficaz. Con lo cual posiblemente nuestra madre sentía que destruíamos la poca cordura que la sostenía. Una vez que sanábamos, estaba dispuesta a volver a abandonarnos, recuperando así el terreno perdido.
Así fuimos creciendo, sabiendo por propia experiencia que había que luchar esforzadamente para obtener un lugar dentro del vínculo con nuestra madre o persona maternante. Comprendimos que dentro de ese territorio emocional había lugar sólo para uno. Que no podían convivir dos deseos.
Según nuestra personalidad, fuimos adquiriendo herramientas para echar al otro, -sea quien fuera ese otro- de ese territorio de intercambio emocional. Hicimos todo lo que fuimos capaces de hacer. Algunos de nosotros devenimos agresivos, tal vez desde pequeños mordimos o peleamos o gritamos para dejar bien en claro nuestro poder y así hemos organizado a posteriori la totalidad de nuestras relaciones hasta nuestra vida adulta. Otros nos hemos convertido en víctimas eternas, comprendiendo que podíamos tener un lugar en el mundo sólo en la medida en que otro nos lastime, nos hiera, nos humille o nos desprecie. Algunos de nosotros sólo pudimos debilitarnos para obtener amor a través de las enfermedades, cosa que seguramente hemos logrado desde niños y posiblemente hayamos aceitado ese mecanismo en nuestra adultez. Y otros individuos, frente a la falta de cobijo y mirada, hemos intentado introducir cualquier cosa con tal de llenarnos de “madre”. Siendo niños tal vez nos hemos atiborrado de dulces y azúcar, luego nos hemos llenado de programas de televisión o de jueguitos electrónicos, luego nos hemos llenado de comida y de actividades, y en la adolescencia hemos incorporado desesperadamente alcohol o tabaco. Así hemos llegado finalmente a la adultez, tratando de llenarnos la barriga, sin saber que en realidad no lograremos incorporar “mamá”. Pero nuestra falta emocional es tan grande, que sólo nos importa llenarnos, y en esa desesperación, por supuesto que no hay lugar para mirar las necesidades de otros, ya que sentimos que somos los seres más necesitados del planeta. Una vez más, no hay lugar para varios dentro del intercambio emocional. Aún dentro de una relación amorosa, las necesidades personales son prioritarias. En todos los casos, hemos aprendido desde bebés, que hay que ganar para sobrevivir.
Resulta que un día devenimos madres o padres con las mejores intenciones de criar a nuestros hijos con amor y dedicación. Los niños llegan al mundo con un inmenso abanico de necesidades básicas impostergables. Y aquí se hace evidente el problema. Es aquí donde va a aparecer la lucha por ganar el espacio emocional. Porque si somos una madre o un padre que necesita primero llenarse la barriga -en términos emocionales- no estaremos tan dispuestos a dar prioridad a las necesidades del bebé, que además son inmensas e incomprensibles.
Deseamos ser madres amorosas, pero nos sentimos invadidas por el bebé que llora, que quiere el pecho constantemente, que reclama brazos tanto de día como de noche. No estamos acostumbradas a que alguien “gane” irrumpiendo en todo el territorio, sólo porque es capaz de llorar toda la noche sin cesar. Sentimos que el bebé ocupa todo el espacio emocional y que si él lo invade, nosotras desaparecemos. Para colmo nos damos cuenta que los momentos de descanso son efímeros, y que el “tiempo para una misma” quedó en el olvido. La sensación permanente suele ser que es menester “ganarle” al deseo del niño, de lo contrario él nos va a devorar. Si provenimos de historias de carencia emocional, aunque no tengamos conciencia de ello, posiblemente sentiremos que el niño tiene demandas excesivas, y que de alguna manera habrá que ponerle límites. Creemos que esos límites que en cuanto adultos impondremos, nos salvarán y que de ese modo no “perderemos” la batalla.
Vale la pena saber que esto no es real. Sólo es real para la vivencia de nuestra “niña interior”. Si éste es el sentimiento que nos inunda, tendremos que hacernos preguntas fundamentales y comprender cuál ha sido nuestra historia cuando fuimos bebés, para darnos cuenta con qué contamos y qué capacidad altruista podremos desplegar en la crianza de nuestros hijos. Porque posiblemente el niño no pide demasiado, sino que estamos cansadas de librar tantas batallas, sin saberlo. Y en ese caso, merecemos pedir ayuda, porque el niño tiene derecho a recibir lo que necesita, y nosotras tenemos la obligación de tomar conciencia sobre nuestras capacidades y discapacidades a la hora de maternar.
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