Al gusto del consumidor
Hace medio siglo era creencia tan extendida como errónea que la cantidad de leche que produce cada mujer es fija: unas tienen mucha leche y otras, poca leche. A algunas la leche les duraba una semana, a otras dos meses, y luego se les retiraba: se vació el depósito. También se podía, por supuesto, tener buena leche o mala leche. Eran cosas que se tenían o no se tenían. Si tienes mucha y buena leche, has tenido suerte, y podrás dar el pecho, y tu hijo se criará grande y hermoso. Si tienes poca leche, o es aguada, no hay remedio, ¡suerte que se inventaron los biberones! Nada que la madre haga o deje de hacer va a influir en el resultado; si conocías a alguna madre que hubiera dado el pecho más de tres meses (lo que en aquellos tiempos era una
heroicidad), o más de seis (lo que ya era directamente una excentricidad), no se te ocurría preguntarle: «Explícame cómo lo has hecho, me gustaría poder darle también el pecho a mi hijo», sino comentar con cierta envidia: «¡Qué suerte, tú que tienes leche! ¡Ojalá yo también hubiera tenido para darle el pecho a mi hijo!» (Bueno, a decir verdad el comentario más frecuente
era: «Pues no sé para qué te sacrificas dando el pecho, yo al mío lo he criado con el biberón y está muy majo»).
¿Y no es mucha casualidad que casi nadie en Europa tenga leche, y en cambio en África casi todas las madres tengan? Claro, es por las razas; las negras tienen más leche, como las gitanas; en cambio, las blancas no tenemos (algunos añadían que, claro, las negras y las gitanas eran razas primitivas).
¿Y por qué entonces nuestras abuelas (las abuelas de hace medio siglo, las bisabuelas o tatarabuelas del lector) sí que tenían leche si eran de nuestra misma raza? Aquí las explicaciones estaban divididas. Para unos, eran las preocupaciones de la vida moderna las que habían acabado con la lactancia, para otros, era la evolución natural en acción: el órgano que no se usa se atrofia y pronto nacerán niñas sin tetas (ah, pero ¿antes nacían con tetas?).Como en los dibujos animados, donde los bichos mutan en cinco minutos.
Pero no es así como funciona la evolución. En realidad, los caracteresadquiridos no se heredan (es decir, aunque hubiera cien generaciones seguidas de madres que no dan el pecho, la ciento uno tendría los mismos genes y los mismos pechos, y podría usarlos si quisiera y supiera cómo). Y aunque por una mutación apareciera una mujer sin leche (lo que bien puede ocurrir y de
hecho ha ocurrido), tendría una o dos hijas, dos o tres nietas… Para que una parte importante de la población llegase a tener ese gen mutante de no tener leche, harían falta miles de años, y sobre todo una ventaja reproductiva: que las mujeres sin leche tuvieran muchos más hijos, o que
sus hijos sobrevivieran con más facilidad. Sin ventaja evolutiva, una mutación no tiene ningún motivo para extenderse; al cabo de miles de años podría haber sólo un puñado de descendientes. En las clases medias de los países industrializados del último tercio del siglo XX, el supuesto gen de no tener leche no tiene ninguna ventaja reproductiva. Por el contrario, a lo largo de millones
de años y todavía hoy en la mayor parte del mundo, si la madre tiene poca o mala leche es muy probable que sus hijos mueran (salvo que otra mujer les dé el pecho). Cualquier posible gen mutante, lejos de extenderse, habría sido rigurosamente eliminado. Por eso hay tan pocas mujeres sin leche.
No, no hemos evolucionado; tenemos los mismos genes que nuestros tatarabuelos.
Tenemos los mismos genes que los habitantes de la cueva de Altamira.
Y una producción de leche fija o limitada en el tiempo no sería compatible con los hechos comúnmente observados.
El error se debe tal vez a que nos intentamos comparar con las vacas. Sí que existen razas de vacas que producen más leche que otras; los habitantes del campo lo saben desde hace siglos. ¿Por qué no habría de haber también mujeres de raza lechera? Pero, ojo, las vacas lecheras no son mamíferos normales. Son mutantes, cuidadosamente seleccionadas a lo largo de miles de años para producir mucha más leche de la que sus terneros necesitan. Una cierva que produjese tanta leche como una vaca sería una cierva enferma.
Es evidente que los niños, a medida que crecen, necesitan cada vez más leche (hasta que empiezan con otros alimentos, y entonces el consumo de leche se estabiliza y más tarde disminuye). No hay ninguna duda; cuando se cría a un niño con el biberón, hay que darle cada vez más cantidad.
Supongamos que un recién nacido toma 500 mililitros de leche, y que un bebé de cuatro meses toma 700 mililitros (cifras inventadas y redondeadas, sólo a título de ejemplo. No se asuste, para dar el pecho no hay ninguna necesidad de saber cuánta leche necesita o cuánta leche toma un bebé). Si la cantidad de leche es fija, y una mujer sólo produce 500 mililitros al día, a partir del mes, su hijo empezará a quedarse con hambre, y habrá que darle un suplemento. «¡Exacto! —pensará más de una—. Eso es lo que le ocurrió a una amiga mía.» «Y algunas ni siquiera producen 500, sino apenas 300 mililitros, y sus hijos necesitan suplementos desde el primer día.» Pero también conocemos a algunas mujeres que siguen dando el pecho varios meses,
a las que no se les acaba la leche. Incluso en los peores tiempos de los diez minutos cada cuatro horas había algunas; ahora hay cada vez más. Y sabemos que en tiempos de nuestras bisabuelas, todos los niños tomaban el pecho durante meses o años, igual que ocurre ahora en gran parte del mundo. ¿Cómo funcionan los pechos de esas mujeres? Las afortunadas que dan el pecho sin suplementos durante cuatro meses, que las hay y cada vez más, ¿será porque fabrican 700 mililitros desde el primer día? Pero entonces, ¿qué pasó durante los primeros meses con esos 700 mililitros de leche? ¿Se los tomó el bebé? Imposible. El que sólo necesita 500 sólo toma 500. Muchas madres que dan el biberón han intentado darle a su hijo un poquito más (aquí entre
nosotros, que levante la mano la que no lo ha intentado). Sólo un poquito más, para que esté bien alimentado, para que se me ponga hermoso. Pero los bebés no se lo toman. Si se lo tomasen, casi todos los bebés de un año pesarían más de 20 kilos y algunos, más de 30.
Así que el bebé sólo toma 500, pero su madre fabrica 700. ¿Adónde van a parar, entonces, los 200 mililitros que sobran? ¿Gotean, se escapan del pecho? 200 mililitros vienen a ser un vaso lleno, esa madre no necesitaría empapadores, sino palanganas dentro del sujetador. ¿Se quedan dentro, se van acumulando? Al cabo de una semana hay 1.400 mililitros; al cabo de un mes, seis litros de leche acumulada, tres litros en cada pecho. Todas las mujeres tendrían que sacarse leche y tirarla, 200 mililitros al día, durante semanas; y la que no lo hiciera reventaría.
Así pues, la cantidad de leche no es, no puede ser fija, sino que va aumentando a medida que las necesidades del niño crecen. La misma madre que al principio fabricaba 500, al cabo de un tiempo fabricará 700. ¿Es el tiempo el que la hace aumentar? Es decir, ¿se trata de un proceso
programado, como la lavadora, todas las madres producen 500 al mes, 700 a los cuatro meses, un poco más a los seis, y a partir de ahí cada vez menos? ¿Será por eso por lo que damos papillas a partir de los seis meses, porque a esa edad empieza a disminuir la producción de leche? Y, lo que es peor, ¿hay mujeres con un programa algodón y otras con un programa prendas delica-
das, mujeres que llegarán a los 800 mililitros y tendrán leche durante dos años,
y otras que nunca pasarán de 600 mililitros y se quedarán sin leche a los tres meses?
Imposible. El ser humano no puede estar tan mal diseñado, no es así como funciona nuestro organismo. Si las variaciones en la producción de leche estuvieran prefijadas, ¿qué ocurriría, por ejemplo, cuando el bebé muere?
Durante milenios, y todavía hoy en gran parte del mundo, la muerte de un bebé no era una rareza, sino algo cotidiano, una experiencia por la que casi todas las mujeres pasaban en un momento u otro. Si el bebé moría en el parto, o de meningitis a los dos meses, ¿cree usted que la madre seguía teniendo cada vez más leche hasta los seis meses, y a partir de ahí cada vez menos hasta los dos o tres años? ¡Qué sufrimiento y qué desperdicio!
¿Y las nodrizas? Durante siglos, en gran parte de Europa, las mujeres ricas no han dado el pecho a sus hijos. ¿Cree que las nodrizas se quedaban sin leche a los dos años y se jubilaban? ¡Una vida profesional más corta que la de un futbolista! No, las nodrizas, cuando acababan con un niño, empezaban con otro, y así seguían durante décadas.
¿Y los cambios en la alimentación complementaria? A comienzos del siglo XX, los pediatras recomendaban dar el pecho y sólo el pecho hasta los doce meses; luego hasta los diez, los ocho, los seis, los tres, antes del mes... y de repente otra vez a los tres meses, a los cuatro, a los seis. Si la cantidad de leche disminuye a partir de los seis meses, ¿de qué vivían nuestros abuelos
entre los seis meses y los doce? ¿Será que el programador de la secreción de leche se pone automáticamente de acuerdo con las recomendaciones de la Asociación de Pediatría, como el reloj del ordenador, que se pone en hora cuando se conecta a Internet? No, el proceso es a la inversa: no empezamos con las papillas a los seis meses porque a esa edad disminuye la producción de
leche; sino que la producción de leche disminuye a los seis meses porque a esa edad hemos empezado con las papillas.
Es una cuestión de diseño. Necesitamos un sistema que se adapte en cada momento a las necesidades del bebé, fabricando más leche si el bebé quiere más y menos leche si el bebé quiere menos. Un sistema que siga fabricando leche mientras el bebé la necesite, y deje de fabricarla cuando deje de mamar. Que fabrique leche para uno si hay un solo niño, y leche para tres si nacentrillizos.
La solución es genialmente sencilla: la cantidad de leche no dependerá de la raza de la mujer, ni del tiempo transcurrido desde el parto, sino de cuánto mama el bebé. Si mama mucho, saldrá mucha leche; si deja de mamar, dejará de salir leche. Es un mecanismo que ya inventaron los primeros mamíferos hace más de 200 millones de años; la naturaleza tiende a conservar las
soluciones que funcionan bien.
Todavía podemos afinar un poco más. En la naturaleza, si el niño no mama, la leche deja de producirse, y punto. Pero muchas madres de niños enfermos o prematuros, que no pueden mamar, o muchas madres que van a trabajar se sacan leche para dársela a su hijo por otro medio. Lo que hace que el pecho fabrique leche no es, en realidad, el niño al mamar, sino el
hecho de sacar leche. Sacarla por cualquier método: dando de mamar, o sacándosela
a mano, o con un sacaleches.
El pecho, qué es y para qué sirve
Lo único que necesita saber la mayoría de los usuarios sobre el funcionamiento del televisor es cómo se aprieta el botón de encendido y cómo se cambia de canal. Si nos piden más detalles, tendremos que defendernos con un genérico: «Funciona con electricidad». No hace falta conocer las piezas del televisory su función para ver la tele.
Del mismo modo, para dar el pecho lo único que hace falta es saber meter el pecho en la boca del niño. Si nos piden más detalles, ahora podemos decir muy ufanos que «cuanta más leche se saca, más leche se fabrica»; los animales ni siquiera saben eso, y dan el pecho la mar de bien. Otra cosa
es saber qué contiene el pecho, cómo funciona, por qué al sacar más leche se fabrica más. Aunque no hace falta saberlo para dar el pecho, explicaremos a continuación algunos detalles: porque es divertido (bueno, va a gustos), porque da un toque de seriedad, y porque algo hay que poner para que el libro no sea tan delgado.
Pero antes hemos de hacer una importante distinción. Algunas personas en este mundo han diseñado y construido su televisor. Saben exactamente qué piezas tiene (¡las que ellos han puesto!) y para qué sirve cada una. No podemos decir lo mismo del pecho, ni de ninguna otra parte de nuestro cuerpo. Aunque cada vez se saben más cosas, todavía podemos llevarnos muchas sorpresas. Lo que se sabe sobre el pecho no es más que una pequeña parte de la realidad, y probablemente algunas de las cosas que creemos saber están equivocadas. Lo que yo, personalmente, sé sobre el pecho no es más que una pequeña parte de lo que saben unos cuantos cientos de científicos entodo el mundo. Y lo que voy a explicar a continuación no es más que un
resumen esquemático.
El pecho por fuera
Tradicionalmente, las mujeres tienen dos pechos. No siempre ha sido así; otros mamíferos tienen varios pares, fíjese en su gata o en su perra. Como recuerdo de esos lejanos parientes, algunas personas tienen más de dos pechos. Normalmente no es más que un pezón supernumerario, que suele aparecer en cualquier punto de una línea imaginaria entre la axila y la ingle.
A veces es un pezón tan rudimentario que su portador, hombre o mujer, cree que se trata de un lunar o verruga. Otras veces hay también tejido glandular, más o menos desarrollado, que al comienzo de la lactancia puede hincharse y gotear. No se preocupe, es pasajero; siga dando el pecho normalmente, póngase hielo si eso la alivia, y en dos o tres días desaparecerán las molestias.
Hacia el centro del pecho está el pezón, una estructura a veces abultada y a veces hundida, por donde sale la leche. Alrededor del pezón hay una zona oscura más o menos grande, la areola. Tanta gente, incluyendo médicos y enfermeras, se empeña en decir aureola que la Academia ha acabado admitiéndolos como sinónimos; pero los puristas irreductibles recordamos que son dos cosas muy distintas: areola es un área pequeña, mientras que aureola, de áureo, es el halo dorado que llevan los santos en la coronilla. Diga areola, por favor.
En la areola hay unos granitos que crecen durante el embarazo y la lactancia. Se llaman tubérculos de Montgomery, y contienen una glándula sebácea enorme y una glándula mamaria en miniatura (cosa de un milímetro entre las dos). Las glándulas sebáceas están distribuidas por toda nuestra piel y producen sustancias protectoras; aquí en la areola son más gordas, y por
tanto protegen más. La minúscula glándula mamaria produce leche, claro está, con sus anticuerpos, su factor de crecimiento epidérmico, sus numerosos factores antiinflamatorios... una auténtica pomada epitelizante.
En el borde de la areola crecen también varios pelos bastante grandecitos. Cada mujer imagina que es ella la única que tiene y se los quita con gran cuidado; pero son totalmente normales. Algunas madres preguntan si el bebé no tendrá problemas para mamar debido a esos pelos. ¿Qué problemas va a tener, si descendemos del mono?
Bajo el pezón y la areola hay una serie de fibras musculares involuntarias, hábilmente entrecruzadas de modo que su contracción produce la erección del pezón (es decir, hace que la areola se contraiga y el pezón sobresalga). El roce, el frío o el estímulo sexual pueden producir la erección del pezón.
La parte que no se ve
Pocas cosas más aburridas que el exterior del pecho. Visto uno, vistos todos.
Por dentro, en cambio, hay mucha más variación. Hay glándulas, conductos, tejido conjuntivo, ligamentos, arterias, venas, nervios, linfáticos...
La glándula en sí está formada por varios lóbulos, artísticamente entremezclados
con tejido graso. Es la cantidad variable de tejido graso lo que hace que existan pechos de todos los tamaños; la glándula es siempre más o menos igual, y el tamaño del pecho no tiene nada que ver con su capacidad para producir leche. La mujer es única entre los mamíferos por su capacidad para acumular grasa en el pecho. Si ha visto a una perra o a una gata con sus cachorros, recordará que la madre está casi plana.
Curiosamente, el número de lóbulos de la mama es controvertido. Unos dicen que hay unos veinte lóbulos, aunque a veces sus conductos confluyen antes de llegar al pezón; otros, que hay unos diez conductos, pero que se ramifican muy cerca del pezón; en el fondo me parece que dicen lo mismo. En cualquier caso, en el pezón desembocan unos cuantos conductos, llamados
galactóforos (es decir, que llevan la leche), y al apretar el pecho, la leche sale por varios agujeritos a la vez, como si fuera una regadera.
La zona de los conductos galactóforos cercana al pezón tiene la capacidad de distenderse y llenarse de leche, formando los llamados senos galactóforos.
Es un poco confuso, ¿verdad?, porque el pecho también puede llamarse teta, mama o seno; pero cada seno contiene una decena de senos galactóforos. Muchas veces, cuando el bebé está mamando, es posible palpar los senos galactóforos llenos, por debajo de la areola, a un par de centímetros del pezón.
A partir del pezón, los conductos se van ramificando y ramificando una y otra vez, hasta que un conductillo microscópico llega a una bolsita microscópica de células, el acino mamario. Cada acino está formado por una capa de células secretoras, y rodeado por células mioepiteliales, contráctiles.
Sobre cada una de estas células actúa una hormona. La prolactina hace que la célula secretora fabrique leche; la oxitocina hace que la célula contráctil se contraiga y que la leche salga disparada.
Las hormonas de la lactancia
La hipófisis, una glándula en la base del cerebro, fabrica la oxitocina y la prolactina en respuesta a un reflejo neuroendocrino. Los reflejos más populares, como el de estirar la pierna cuando te dan un golpecito debajo de la rodilla, son puramente neurológicos: hay un receptor sensitivo en el tendón rotuliano, un nervio que lleva la señal hasta la médula espinal, un centro de computación que decide lo que hay que hacer, y un nervio motor que lleva la respuesta hasta el músculo, ordenándole que se contraiga.
En el pezón y la areola también hay receptores sensitivos, y nervios que llevan la información
hacia el hipotálamo; pero el centro de computación no responde a través de un nervio, sino con una hormona que alcanza su destino por la sangre.
Por eso el reflejo es neuroendocrino.
La prolactina
Los niveles de prolactina son muy bajos antes del embarazo. Aumentan progresivamente
a partir del primer trimestre de gestación, pero no se produce leche porque la progesterona y los estrógenos producidos por la placenta inhiben la acción de la prolactina.
Después del parto, los niveles de prolactina se mantienen altos durante meses; pero si la madre no da el pecho, vuelven a bajar en un par de semanas.
Tras la expulsión de la placenta, los niveles de progesterona y estrógenos bajan espectacularmente en un par de días, lo que permite a la prolactina actuar. Es la expulsión de la placenta lo que pone en marcha la producción de leche.
El nivel de prolactina es alto, decíamos, durante meses. Pero sube mucho más, multiplicándose por 10 o 20, cada vez que el niño mama. Estos picos de prolactina sólo se producen en respuesta a la estimulación del pecho. Si el niño mama mucho, habrá mucha prolactina, y mucha leche. Si el niño mama poco, habrá poca leche. Si el niño no mama, se deja de fabricar leche.
Algunos creen, erróneamente, que hay que dejar unas horas entre toma y toma para que el pecho tenga tiempo de volverse a llenar. No es cierto. El pecho no funciona como la cisterna del inodoro, que hay que esperar a que se llene para poder volver a tirar de la cadena. Funciona más bien como el grifo del lavabo: si quieres que salga más agua, tienes que volver a abrir el grifo.
Después de la toma, el nivel de prolactina baja lentamente en dos o tres horas hasta llegar al nivel basal (que, recordemos, ya es de por sí alto después del parto). Imaginemos que un bebé mama diez minutos cada cuatro horas (¿diez minutos cada cuatro horas? ¡Exacto, estamos hablando de un niño totalmente imaginario!). Por el motivo que sea (tal vez porque está cre-ciendo), nuestro héroe quiere más leche. ¿Qué hará? ¿Se pondrá a mamar quince minutos cada cuatro horas? No es probable, sería un método poco eficaz. Alargando las tomas se produciría más o menos la misma cantidad de prolactina, y por tanto de leche. Si, en cambio, decide mamar diez minutos cada dos horas, habrá el doble de picos de prolactina a lo largo del día.
Es más, como el nivel de prolactina aún no ha caído del todo, el nuevo pico es todavía más alto (digamos que, en vez de subir de 50 a 500, sube de 100 a 550). Al mamar más a menudo se produce un espectacular aumento de la secreción de prolactina, y por tanto de la cantidad de leche.
Así pues, no hay mejor manera de cargarse la lactancia que disminuir el número de tomas. Cada vez que le decimos a la madre que aguante las cuatro horas, o que aguante las tres horas, o que nunca antes de dos y media, o que es imposible que vuelva a tener hambre, o que si le da ahora el pecho está vacío y no va a servir de nada, o que el estómago tiene que descansar, o que hay que hacer un descanso nocturno, estamos poniendo serios obstáculos a la lactancia.
Durante la noche, tanto el nivel basal como los picos de prolactina son más altos. Es decir, que el bebé obtiene más leche con menos esfuerzo cuando mama de noche. Por eso (entre otros motivos) la recomendación de no darles el pecho de noche es una mayúscula tontería.
La oxitocina
Varios aspectos de la vida sexual de la mujer están regidos por la oxitocina.
Es la hormona que se libera durante el orgasmo, durante el parto y cada vez que el niño mama. Su principal efecto es la contracción de varias fibras musculares: las del útero, las de la vagina, las que rodean a los acinos mamarios, y las que hay bajo el pezón y la areola. Por lo tanto, todos esos episodios de la vida sexual tienen varios síntomas comunes.
Durante el orgasmo hay contracciones del útero y de la vagina, y el pezón está en erección. Durante el parto hay contracciones del útero y de la vagina, y supongo que el pezón también está en erección, aunque normalmente nadie se fija. Durante la toma el pezón está en erección, y hay contracciones del útero y de la vagina, los famosos entuertos.
Los entuertos son contracciones más o menos dolorosas del útero que se producen cada vez que el niño mama, durante los primeros días después del parto. Es una lata, pero piense que es por su bien: las contracciones ayudan a que el útero vuelva a su tamaño normal, lo que probablemente disminuye el riesgo de sufrir hemorragias o infecciones. Se dice que con cada hijo los entuertos duelen más (como normalmente el parto duele menos, todo sea lo
uno por lo otro).
Aunque la respuesta del cuerpo a la oxitocina pueda ser muy similar, las sensaciones que ello despierta en la mujer suelen ser muy diferentes, pues no dependen sólo de las hormonas, sino del estado de ánimo. La mayoría de las mujeres no sienten excitación sexual ni durante el parto ni durante la lactancia.
Pero algunas sí. Algunas madres notan sensaciones sexuales, que pueden llegar al orgasmo, mientras su hijo mama. Aunque es algo bastante raro, lo mencionamos aquí para que, si nos lee alguna de esas madres, sepa que es algo totalmente normal. No, no es usted una pervertida, no son malos pensamientos, no está abusando de su hijo, no son tendencias incestuosas, no hay ningún motivo para que deje de dar el pecho. Si tiene la suerte de que dar el pecho le resulta especialmente agradable, disfrútelo en buena hora, que no es cuestión de quejarse por una de las pocas alegrías que a veces nos da la vida.
Además de producir la contracción de varias fibras musculares, la oxitocina afecta a la conducta. Cuando se introduce una cría de rata en la jaula de una rata virgen, ésta se la come. Pero si primero le han administrado una inyección de oxitocina, intentará cuidarla como si fuera su madre e incluso le ofrecerá el pecho (aunque, por supuesto, no saldrá nada).
Al comienzo de la lactancia, la mayor parte de las madres notan la acción de la oxitocina: una especie de contracción u hormigueo en el pecho, la sensación de que la leche ya viene, la aparición de unas gotas o incluso de un chorrito de leche... Es el reflejo de eyección, que ha recibido varios nombres populares, según las zonas: el apoyo, la apoyadura, el golpe de leche, la crecida
de la leche, la bajada de la leche... En España, suele llamarse subida de la leche a la sensación de tener los pechos llenos hacia el tercer día después del parto, y en cambio bajada de la leche a la sensación de que la leche empieza a salir en cada toma. Pero, ¡ojo!, en la mayoría de los países americanos se dice al revés: la leche baja al tercer día, y luego, en cada toma, vuelve a subir.
Hemos dicho al comienzo de la lactancia y la mayor parte de las mujeres.
Hay mujeres que nunca en su vida han notado la bajada de la leche o como lo quieran llamar, pero eso no significa que no tengan leche o que la leche no baje. Y la mayoría de las madres, al cabo de dos o tres meses, dejan de notar la bajada, y ya no notan nada, aunque la leche siga saliendo perfectamente. No se asuste, no se ha quedado sin leche.
Aquellas lectoras que sí que notan el efecto de la oxitocina habrán obser-
vado que la bajada de la leche se produce muchas veces antes de que el niño empiece a mamar. Basta con tener la intención de dar el pecho, oír llorar a tu hijo, o incluso pensar en él cuando no lo estás viendo, para que tus pechos se contraigan y empiecen a gotear. ¿Cómo puede ser que el reflejo se desencadene sin necesidad de estímulo?
Pues porque se trata de un reflejo condicionado. ¿Se acuerda del famoso perro de Pavlov, que se le caía la baba cuando oía sonar una campanilla? El reflejo de salivación se desencadena por el estímulo de la comida dentro de la boca. Al hacer sonar una campanilla cada vez que daba de comer a su perro, Pavlov consiguió que el animal asociara los dos estímulos, y bastaba con el sonido de la campanilla para hacerle producir saliva. En realidad, todos los perros tienen el reflejo de salivación condicionado: enséñeles un jugoso bistec, y empezarán a babear antes de que la comida entre en su boca. También a nosotros se nos hace la boca agua cuando vemos una comida apetitosa, o simplemente cuando pensamos en ella. La originalidad de Pavlov estriba en haber usado una campanilla en lugar de un bistec; si ante la Academia de Ciencias de Moscú hubiera dicho: «Vean, vean lo que hace mi perro cuando le enseño un bistec», los sabios profesores habrían contestado con desdén: «¡Vaya cosa! A mi perro le pasa lo mismo». Pero lo de la campanilla les dejó a todos intrigados.
Del mismo modo que el reflejo de salivación se condiciona espontáneamente en todos los perros (y personas), el reflejo de eyección se condiciona espontáneamente en todas las madres. Los efectos pueden notarse incluso años después de la lactancia; algunas mujeres notan una sensación de hormigueo en los pechos cuando oyen llorar a un bebé, o cuando ven en televisión imágenes de niños hambrientos o desvalidos. Se le ha llamado reflejo de eyección fantasma, por analogía con el miembro fantasma que siguen notando algunas personas tras haber perdido un brazo o una pierna.
Puede que el reflejo condicionado sirva para agilizar los trámites: así, el bebé no tiene que estar un rato mamando para conseguir que empiece a salir algo de leche, sino que es ponerse al pecho y ya está la leche goteando. Pero Michael Woolridge, un fisiólogo inglés, cree que la utilidad principal del condicionamiento no es desencadenar el reflejo, sino inhibirlo, como mecanismo
de protección de las hembras de los mamíferos. Al ser un reflejo condicionado, ya no depende del estímulo físico de la boca en el pecho, sino de que la madre oiga al bebé, vea al bebé, piense en el bebé... En definitiva, depende de la corteza cerebral. Los pensamientos de la madre pueden desencadenar el reflejo, y pueden también inhibirlo. Es la típica historia: «Tuvo un disgusto y se le cortó la leche».
Imagine a una cierva dando el pecho tan tranquila. De pronto, huele a un lobo. Sale corriendo después de esconder a su cría entre unos matorrales, porque su cría no puede correr. Como la cría no huele a nada (para eso se ha pasado su madre todo el día limpiándola con la lengua) y se está muy quieta, mientras que la madre sí que huele y hace ruido al moverse, el lobo
probablemente seguirá a la madre y no encontrará a la cría. Si el lobo alcanza a la madre, mala suerte, la cría morirá también dentro de unas horas.
Pero si la madre consigue escapar, dentro de un rato volverá con su cría y seguirá dándole de mamar. Pero si la cierva fuera goteando leche, ningún lobo que se precie podría perder el rastro. Como el reflejo de eyección está condicionado, la secreción de oxitocina se interrumpe cuando la cierva se asusta. A diferencia de la prolactina, que tarda varias horas en bajar, la oxitocina es rápidamente destruida y sólo permanece un par de minutos en la sangre; si la hipófisis deja de
producirla, pronto no queda nada (por eso cuando se usa la prolactina para acelerar el parto se ha de administrar continuamente, en gota a gota; no serviría de nada poner una inyección de prolactina cada tres horas). Para mayor seguridad, la adrenalina, que producen los animales asustados, inhibe directamente los efectos de la oxitocina. Probablemente, el mismo mecanismo
puede inhibir el parto cuando la madre está asustada. Una hipopótama adulta, una rinoceronta, una jirafa, no tienen nada que temer de las hienas; pero la cría recién nacida sería una víctima fácil. La presencia de un peligro puede inhibir la producción de oxitocina y retrasar el parto durante unas horas, hasta que el peligro ha pasado. Tal vez por eso algunos partos son tan difíciles en el medio extraño del hospital, rodeada de desconocidos, y la mayor parte de las mujeres se sienten mejor si su marido u otro familiar las acompaña, mientras que otras prefieren dar a luz en su casa, ayudadas por una comadrona a la que conocen bien.
Perdón, ya me iba por las ramas (¿tal vez porque desciendo del mono?).
Dejamos a nuestra amiga cierva regresando junto a su cervatillo. Como ya no está asustada, la adrenalina desaparece de su sangre, el reflejo condicionado se vuelve a desencadenar, la leche vuelve a salir y la cría mama tan contenta. Pero, si en vez de una cierva es una mujer, la cosa puede que no sea tan fácil. Además de la madre y su bebé, por allí están la abuela, el marido,
la suegra, la cuñada, la vecina, el médico y la enfermera, y algunos de ellos, si no todos a la vez, van a prorrumpir en amenazas: «¿Se te ha cortado la leche por un disgusto? A una prima mía le pasó lo mismo, y el niño casi se le muere de hambre; su marido tuvo que salir corriendo a buscar una farmacia de guardia para comprar leche, porque era sábado por la noche...».
Ya no es el miedo al lobo, sino el miedo a no tener leche lo que aumenta el nivel de adrenalina y disminuye el de oxitocina. El niño intenta mamar pero casi no sale leche; el niño se enfada y protesta, la suegra aprovecha para marcarse un tanto: «¿Ves? Le estás pasando los nervios con la leche. Ya te dije que en tu estado más vale que te dejes de tonterías y le des un biberón». La madre empieza a llorar y se asusta todavía más...
Una de las mejores maneras de fastidiar la lactancia es asustar a la madre, convencerla de que no va a poder, de que dar el pecho es muy difícil... Es una estrategia habitual de los fabricantes de leche artificial. Pero, ¡ojo!, no estoy diciendo que las mujeres asustadas, nerviosas o estresadas no puedan dar el pecho. ¡Claro que pueden! La lactancia materna no es una delicada flor de invernadero, sino una de las funciones más robustas de nuestro organismo.
Una función vital (no para la madre, pero sí para su cría). Todos nuestros órganos pueden fallar (de algo hay que morir), pero quedarse sin leche es tan raro como tener un paro cardiaco o una insuficiencia renal.
Quienes hablan del estrés de la vida moderna olvidan que somos la primera generación de españoles que se han ido a la cama cada día con la seguridad de que al día siguiente también comerían. Las mujeres han dado el pecho durante milenios, en situaciones mucho peores. Han dado el pecho cuando vivir 35 años se consideraba «llegar a viejo», cuando la sequía anunciaba el
hambre, cuando la guerra asolaba sus hogares, cuando trabajaban como esclavas,
cuando las epidemias diezmaban pueblos y ciudades. El efecto del estrés sobre la lactancia es temporal: la leche no sale en seguida, el bebé se enfada y llora un poco... sigue mamando, porque tiene hambre, y la leche acaba saliendo, por estresada que esté la madre. Lo que ocurre en la actualidad y no había ocurrido nunca antes es que, cuando el bebé llora y se enfada, la madre le da un biberón. No son los nervios y preocupaciones los que hacen que se vaya la leche, sino los biberones.
El FIL
Durante mucho tiempo se creyó que la oxitocina y la prolactina bastaban para explicar, al menos por encima, cómo funciona la lactancia. Por encima porque hay otras varias hormonas implicadas que ni siquiera hemos mencionado.
¿Por qué cuando el niño mama más sale más leche? Porque la succión produce más prolactina. ¿Por qué un pecho gotea mientras el niño mama del otro? Porque la oxitocina va por la sangre y llega a los dos pechos a la vez.
¿Por qué las mujeres que intentaban seguir lo de los diez minutos cada cuatro horas solían quedarse sin leche? Porque había poco estímulo y por tanto poca prolactina.
¿Por qué las madres de gemelos tienen leche para los dos, y las madres de trillizos tienen leche para los tres? Porque, si hay el triple de niños, hay el triple de prolactina.
Pero quedaba un curioso fenómeno que no se podía explicar sólo con estas dos hormonas. En Hong-Kong había una tribu en que las mujeres tenían la costumbre de dar siempre el mismo pecho. Los niños mamaban siempre del pecho derecho, jamás del izquierdo (y, por cierto, tienen más cáncer del pecho izquierdo). Sin ir tan lejos, de vez en cuando vemos niños que,
por lo que sea, dejan de mamar de uno de los pechos. A veces es algo transitorio, y al cabo de dos o tres días la madre consigue que su hijo vuelva a mamar de los dos lados. Pero, de tarde en tarde, el niño se niega en redondo y no hay nada que hacer. A veces te encuentras una madre que lleva dos semanas, o dos meses, dando un solo pecho.
Como la oxitocina y la prolactina llegan por la sangre, a los dos pechos por igual, ambos deberían responder del mismo modo y producir más o menos la misma cantidad de leche. Imagínese ese pecho que produce cada día medio litro de leche o más, y el bebé que no quiere mamar. En sólo un día, el dolor sería insoportable; en tres días, tendrían que hospitalizar a la madre; en dos
semanas reventaría literalmente, con siete litros de leche acumulados.
Pero eso no ocurre jamás. Cuando un niño se niega a mamar de un lado, ese pecho se hincha y molesta, y a veces la madre tiene que sacarse un poco de leche para aliviar la tensión; pero en dos o tres días las molestias desaparecen, la leche se seca, y el pecho queda blando y vacío. El pecho izquierdo produce el doble de la leche normal (sí, el doble; si el niño no muere de hambre
quiere decir que está sacando de un solo pecho lo que otros sacan entre los dos), mientras que el pecho derecho no produce ni una gota, y así durante semanas y meses. ¿Cómo se explica eso? Tiene que existir un mecanismo de control local, algo que pueda actuar sobre cada pecho independientemente.
Se creyó al principio que ese mecanismo era puramente físico. El pecho está tan lleno que la presión de la leche comprime los vasos sanguíneos, de forma que la sangre no puede entrar. Por tanto, no entra la oxitocina, no entra la prolactina, y no entran los nutrientes que la glándula necesita para seguir fabricando leche. El pecho queda colapsado, como un aeropuerto en una huelga de controladores.
Seguro que este mecanismo físico tiene su importancia; pero hace unos años se descubrió que existe también una hormona que actúa localmente para controlar la secreción de leche. Esta hormona es un péptido (es decir, una proteína pequeña) que se ha encontrado en la leche de cabra, en la de mujer y en la de otros mamíferos (que yo sepa, se ha encontrado siempre que se ha buscado).
Esta hormona se denomina FIL, en inglés Feedback Inhibitor of Lactation, inhibidor retroactivo de la lactancia. Para aprovechar las mismas siglas, podemos llamarle Factor Inhibidor de la Lactancia, que también queda bien.
El FIL constituye un hermoso ejemplo de control por producto final. La leche contiene un inhibidor de la producción de leche, de modo que si el niño mama mucho, se lleva el inhibidor y se produce más leche, mientras que si el niño mama poco, el inhibidor se queda dentro y se fabrica poca leche.
Esto lo han comprobado unos científicos australianos, midiendo de forma seriada el volumen de los pechos. Una cámara hace varias fotos del pecho desde diversos ángulos, y un ordenador calcula el volumen a partir de esa información (algo similar al método que usan durante el embarazo para decirle cuánto pesa su hijo a partir de la ecografía). Como no hace daño y es bastante cómodo, el método se puede repetir todas las veces que se quiera, varias veces en una hora. (El método antiguo para medir el volumen del pecho consistía en inclinarse sobre un barreño lleno de agua, meter el pecho y medir el agua que se derramaba; resultaba impreciso y bastante molesto). Así que los australianos pudieron comprobar cómo el volumen del pecho va aumentando poco a poco entre toma y toma, a medida que la leche se acumula. Luego el niño mama, el volumen disminuye bruscamente, y vuelta a empezar. Si en alguna de las tomas el niño, por lo que sea, mama menos, en las siguientes horas la leche se fabrica más rápidamente. Si en otra toma el niño mama más (por ejemplo, porque en la anterior mamó menos y ahora tiene hambre), la leche se fabrica rápidamente. Si mama sólo de un lado, ese pecho producirá mucha leche, mientras que el otro, que ha quedado lleno, no producirá casi nada. De este modo, la producción de leche se ajusta de forma inmediata, de una toma a la otra e independientemente para cada pecho, a las necesidades del bebé. Siempre y cuando, por supuesto, le permitan mamar lo que quiere y cuando quiere. Si un día no puede mamar, por ejemplo porque su mamá
ha salido, y tiene que esperarse una o dos horas, tampoco pasa nada: cuando la madre vuelva, mamará más para compensar, y todo se arreglará. Pero si de forma sistemática le niegan el pecho cuando lo pide, mañana, tarde y noche, un día tras otro; si han engañado a la madre con los típicos consejos diez minutos cada cuatro horas o alárgale un poco entre toma y toma, el niño no tendrá manera de dar instrucciones al pecho, y éste no podrá saber cuánta leche hay que fabricar. Cuando la madre espera varias horas a que el pecho esté lleno antes de darle («¿para qué le vas a dar ahora, si está vacío?»), lo que consigue es tener cada vez menos leche, porque el factor inhibidor se va acumulando a medida que el pecho se llena.
Aunque no conocíamos la existencia del FIL, habíamos observado sus efectos durante siglos. Cualquier médico o enfermera lo ha visto cientos de veces. ¿Cómo termina normalmente la lactancia? En España, no suele acabar cuando la madre o el niño quieren. En una encuesta, la mayoría de las madres entrevistadas dijeron que les gustaría haber dado el pecho más tiempo. Se quedaron sin leche a su pesar. ¿Cómo es posible?
Una madre está dando el pecho tan tranquila. De pronto, por el motivo que sea, se le mete (le meten) en la cabeza que su hijo se queda con hambre.
Porque no aguanta tres horas. Porque llora. Porque se despierta. Porque se chupa los puñitos. Porque no hace caca. Porque mama mucho. Porque mama poco. El motivo es indiferente, el caso es que llega el día fatídico en que le dan al niño el primer biberón. Muchos, sobre todo si tienen
más de dos o tres meses, no se lo querrán tomar, porque no tienen hambre.
Pero los más pequeños, pobrecitos, a veces se dejan engañar. Y a veces, la madre insiste una y otra vez, o incluso le recomiendan no dar el pecho para que así el niño tenga hambre y se tome el biberón. Si el niño se toma el biberón, que en realidad no necesitaba para nada, habrá quedado lleno de leche hasta la bandera. Cada día tomaba 500 mililitros de leche, y hoy se ha tomado 50 o 100 más. No estamos hablando de tomar un poquito más de lo habitual, sino de un 10 o 20% más. ¿Le quedan a usted muchas ganas de moverse, después de la comida de Navidad?
Si el niño se despertaba, no se volverá a despertar en varias horas; si lloraba, no llorará; si se chupaba los puñitos, no se los chupará. «¿Ves cómo tenía hambre? Ha sido darle un biberón, y por fin ha podido descansar, pobrecito.» ¡Sí, descansar! Lo que está el pobre niño es empachado.
Las Navidades en España son un desafío para nuestra digestión. Hay como mínimo dos grandes atracones familiares seguidos (en algunas zonas, Nochebuena y Navidad; en otras, Navidad y San Esteban). ¿Qué hace al día siguiente? Comer fruta. Nadie puede hacer tres comidas de Navidad seguidas. Lo mismo le pasa a nuestro bebé: si un día se ha dejado engañar y se ha empachado,
no lo volverá a repetir. Al día siguiente piensa: «Si me van a dar 100 mililitros de biberón, más vale que sólo tome 400 de pecho, o voy a reventar ». Puede que la madre lo note, o puede que no; pero, aunque haya mamado el mismo número de veces y durante el mismo rato, habrá tomado menos leche, porque tiene que dejar sitio para el biberón. Así que el biberón, que el primer día fue mano de santo, al tercer día ya no hace efecto: si lloraba, vuelve a llorar; si se despertaba, se vuelve a despertar; si se chupaba el puñito, se lo vuelve a chupar. La madre piensa: «Se me está yendo la leche, le tendré que dar otro biberón»; y en parte acierta, porque la leche se le está yendo, pero lo que ella no sabe es que la causa es precisamente el biberón,
y que la solución no es añadir otro, sino suprimir el primero. Así que ahí va el segundo biberón, y luego el tercero, y luego el cuarto... Lo hemos visto cientos de veces: cuando se empieza con biberones, el pecho suele irse a hacer puñetas en un par de semanas. El biberón, decía no sé qué médico famoso hace cosa de un siglo, es la tumba del pecho.
Así que el niño que mamaba 500, luego mama 400, 300, 200... Si la madre siguiera fabricando 500, ¿dónde iría a parar la leche sobrante? En dos semanas, la madre acudiría desesperada a urgencias, con pechos inflamados de varios kilos de peso, maldiciendo su destino: «Empecé hace quince días a darle biberones, y claro, como no me vacía, mire cómo me he puesto». Pero
eso no ocurre jamás; todo lo contrario: «Empecé a darle biberones, y ahora ya no quiere el pecho y me he quedado sin leche».
Cuando un niño mama cada vez menos, sale cada vez menos leche. El FIL no falla. No vemos jamás mujeres con los pechos a punto de explotar, cargados con uno, tres o cinco litros de leche sobrante. Pues bien, el FIL es como un ascensor: o funciona, o no funciona. Si puede bajar, es que también funciona para subir. Si le da a su hijo cada vez menos biberón, mamará
cada vez más y usted tendrá cada vez más leche. En unos pocos días podrá tirar todos los biberones a la basura.
Algunos meses después del parto, la prolactina pierde importancia. El nivel basal es más bajo, y el pico que se produce en cada toma también es más bajo. Pero el volumen de leche no disminuye, sino que sigue aumentando.
Parece que, no sabemos cómo ni por qué, el control local, el FIL, es cada vez más importante para regular la lactancia.
El control del volumen de leche
En algunos aspectos se puede comparar el funcionamiento del pecho con el de los pulmones. Normalmente, sin darnos cuenta, vamos respirando, un poco de aire dentro, otro poco fuera. Pero ni entra todo el aire que podría entrar, ni sale todo el que podría salir. Podemos hacer una inspiración forzada e introducir en nuestros pulmones más aire de lo habitual, por ejemplo antes de bucear.
Podemos hacer una expiración forzada y expulsar todo el aire posible, por ejemplo cuando soplamos para apagar las velas de un pastel. Del mismo modo, el pecho puede fabricar, si hace falta, más leche de la habitual, y el bebé puede mamar, si tiene hambre, más de lo que mama normalmente.
El volumen corriente, la cantidad de aire que entra y sale normalmente, está muy lejos, en cualquier individuo sano, del volumen máximo. Siempre hay una amplia reserva, que nos permite respirar más profundamente y más deprisa cuando hay que hacer un esfuerzo especial. Cuando esa reserva disminuye, el individuo enferma, tiene insuficiencia respiratoria. Primero se ahoga si corre, luego se ahoga si sube escaleras, en los casos más graves se ahoga si se levanta del sillón; eso significa que ha llegado al punto en que el volumen corriente coincide con el volumen máximo.
Todos nuestros órganos y sistemas funcionan con el mismo principio. A no ser que una persona esté gravemente enferma, existe siempre un amplio margen para forzar la máquina. En caso de necesidad, nuestro corazón puede ir más deprisa, nuestro estómago puede digerir más comida, nuestros riñones pueden eliminar más líquido y más toxinas, nuestro hígado puede metabolizar
más sustancias. Es así como funcionan los seres vivos.
Lo mismo ocurre con el pecho. Cualquier mujer puede producir leche para tres niños, probablemente también para cuatro o cinco. Además del residuo de leche que es físicamente imposible extraer, al que llamaremos reserva anatómica, hay siempre una cantidad de leche que el niño podría sacar si quisiera pero que no saca casi nunca. Le llamaremos la reserva funcional.
Nadie ha medido el volumen exacto de estas reservas; inventaremos unas cifras sólo como ejemplo. Imaginemos que dentro del pecho hay 100 mililitros. De ellos, 10 son la reserva anatómica, y otros 20 son la reserva funcional; el niño, en condiciones normales, toma 70, y el pecho vuelve a fabricar otros 70. Un día, el niño tiene más hambre, y toma 80. Al disminuir la cantidad de FIL, la leche se produce más deprisa, y el pecho fabrica 90 para la próxima toma. Si el cambio es permanente, si a partir de ahora el bebé piensa tomar 80 en cada toma, se alcanza un nuevo nivel de equilibrio: ahora, en el pecho siempre hay 110, de los que 10 son la reserva anatómica, 20 la reserva funcional y 80 lo que toma el niño cada vez, y lo que cada vez vuelve
a fabricar el pecho. Si, por el contrario, lo de tomar 80 fue sólo un extra, y en la siguiente toma vuelve a mamar sólo 70, el pecho se encuentra de pronto con un residuo mayor del habitual. La cantidad de FIL en la mama es mayor, la producción se frena, y en la próxima toma volverá a haber 100 mililitros esperando al bebé.
¿Parece complicado? Pues era sólo un ejemplo educativo, la vida real es mucho más compleja. Porque, por supuesto, ningún niño mama exactamente la misma cantidad en cada toma, ni la misma cantidad de cada pecho. La vida real es tan compleja que nadie puede someterla a normas ni predecirla.
Ni el libro, ni el médico, ni la abuela ni el Sursum corda, nadie puede decirle
en qué momento exacto tienen que mamar su hijo, ni cuántos minutos ha de estar en el pecho. Su hijo es el único que lo sabe.
El control de la composición de la leche
No sólo la cantidad de leche producida, sino también su composición, dependen de la forma en que mama el bebé. El niño controla el pecho para obtener el tipo de leche que necesita en cada momento.
La cantidad de grasa en la leche aumenta a lo largo de la toma. No es un aumento pequeño; se ha comprobado que la concentración de grasa al final de la toma puede ser cinco veces mayor que al principio. A veces se habla de leche del principio y leche del final; pero no es que haya dos tipos de leche, ¡flop!, se acabó la leche desnatada y ahora sale la leche con grasa. La cantidad de grasa (y, por tanto, de calorías) va aumentando gradualmente.
Al principio el niño toma pocas calorías en mucho volumen; al final, muchas calorías en poco volumen. El tiempo depende de lo rápido que vaya el niño en esa toma; puede que tome todo lo que quiere tomar en dos o tres minutos, o puede que necesite más de veinte.
Así, cuanta más leche tome un niño de un pecho en una toma determinada, mayor será la concentración de grasa que se alcance (habrá un límite máximo, por supuesto, pero ese límite nunca se alcanza, porque, como ya dijimos, el niño nunca vacía el pecho del todo). Cuando suelta el pecho, esas últimas gotas que aún caen tienen una concentración de grasa muy alta. Cuando vuelva a mamar, al cabo de unas horas, las primeras gotas de leche tendrán muy poca
grasa. Aquella última leche concentrada se ha ido diluyendo en esas horas con la nueva leche, más aguada, que se ha ido fabricando en ese tiempo. Se cree que también aquí existe un autocontrol, y que si el bebé deja dentro del pecho mucha cantidad de grasa, ésta inhibe la producción de más lípidos, y la siguiente leche que se produce es más aguada de lo habitual. Como si el niño dijese: «Mamá, no me puedo terminar estos macarrones, están muy grasientos», y ella respondiese: «No te preocupes, la próxima vez pondré menos aceite».
Supongamos que el bebé mama y suelta el pecho, pero a los cinco minutos cambia de opinión y vuelve a mamar. ¿Saldrá leche con pocos lípidos? Claro que no, no ha habido tiempo para que la nueva leche recién fabricada haya diluido la que quedó en el pecho al final de la toma. Saldrá, desde el principio, la misma leche del final que estaba saliendo hace un momento. La cantidad de lípidos al comienzo de la toma depende del nivel al que se llegó en la toma anterior, y del tiempo transcurrido desde entonces.
Todo el rato estamos hablando de un solo pecho. Pero, claro, también está el segundo. No es lo mismo tomar 100 mililitros de un solo pecho que tomar 50 de cada uno; en el segundo caso el bebé ha tomado mucha menos grasa, y por tanto muchas menos calorías. Y tampoco es lo mismo tomar 70 y 30, u 85 y 15...
Y si no es lo mismo, ¿qué es lo mejor? ¿Cuándo sacarle el primer pecho para darle el segundo? Ni idea. No sabemos qué cantidad de lípidos necesita un bebé (los libros de nutrición pueden decir cosas cómo: «Los lactantes de entre seis y nueve meses necesitan entre x e y miligramos/kilo/día de lípidos »; pero no pueden decirnos cuántos lípidos necesita tomar Laura Pérez, de ocho meses, esta tarde a las 16.28), no sabemos qué cantidad de lípidos tenía la leche al principio de la toma, no sabemos cuántos mililitros de leche lleva tomados, no sabemos a qué velocidad está aumentando la cantidad de grasa en la leche en esta toma concreta, no sabemos qué cantidad de grasa tendrá la leche del segundo, no sabemos qué cantidad de leche del segundo
le cabrá en el estómago. ¿Y cómo hay gente capaz de decir cosas como: «A los diez minutos sáquelo del primer pecho para darle el segundo?» Pues vaya usted a saber. La ignorancia da alas a la audacia.
Cada bebé dispone, pues, de tres mecanismos para modificar la composición de la leche que toma en cada momento: puede decidir cuánta leche toma, cuánto tarda en volver a mamar, y si toma un solo pecho o los dos. Se ha comprobado experimentalmente, analizando la leche en cada caso, que los tres factores influyen en su composición. La cantidad de leche ingerida debería depender del tiempo que está un niño al pecho; pero la relación es tan variable (unos niños maman deprisa, otros despacio) que estadísticamente no hay relación: no podemos decir: «Si ha estado cinco minutos ha tomado ochenta mililitros, y si ha estado diez minutos ha tomado 130 mililitros». La concentración de lípidos no depende del tiempo que mama el niño, sino de la cantidad de leche que ha tomado en ese tiempo. Ahora bien, para un niño determinado, y en una toma determinada, es obvio que si le sacamos el pecho antes, habrá tomado menos. Y, por otra parte, es fácil medir cuánto tiempo mama, pero es muy difícil saber cuánta leche ha tomado. Así que, a efectos puramente didácticos, podríamos decir que los tres mecanismos de control son: la duración de la toma, la frecuencia de las tomas, y el tomar un pecho o los dos.
Así, cuanta más leche tome un niño de un pecho en una toma determinada, mayor será la concentración de grasa que se alcance (habrá un límite máximo, por supuesto, pero ese límite nunca se alcanza, porque, como ya dijimos, el niño nunca vacía el pecho del todo). Cuando suelta el pecho, esas últimas gotas que aún caen tienen una concentración de grasa muy alta. Cuando vuelva a mamar, al cabo de unas horas, las primeras gotas de leche tendrán muy poca
grasa. Aquella última leche concentrada se ha ido diluyendo en esas horas con la nueva leche, más aguada, que se ha ido fabricando en ese tiempo. Se cree que también aquí existe un autocontrol, y que si el bebé deja dentro del pecho mucha cantidad de grasa, ésta inhibe la producción de más lípidos, y la siguiente leche que se produce es más aguada de lo habitual. Como si el niño dijese: «Mamá, no me puedo terminar estos macarrones, están muy grasientos», y ella respondiese: «No te preocupes, la próxima vez pondré menos aceite».
Supongamos que el bebé mama y suelta el pecho, pero a los cinco minutos cambia de opinión y vuelve a mamar. ¿Saldrá leche con pocos lípidos? Claro que no, no ha habido tiempo para que la nueva leche recién fabricada haya diluido la que quedó en el pecho al final de la toma. Saldrá, desde el principio, la misma leche del final que estaba saliendo hace un momento. La cantidad de lípidos al comienzo de la toma depende del nivel al que se llegó en la toma anterior, y del tiempo transcurrido desde entonces.
Todo el rato estamos hablando de un solo pecho. Pero, claro, también está el segundo. No es lo mismo tomar 100 mililitros de un solo pecho que tomar 50 de cada uno; en el segundo caso el bebé ha tomado mucha menos grasa, y por tanto muchas menos calorías. Y tampoco es lo mismo tomar 70 y 30, u 85 y 15...
Y si no es lo mismo, ¿qué es lo mejor? ¿Cuándo sacarle el primer pecho para darle el segundo? Ni idea. No sabemos qué cantidad de lípidos necesita un bebé (los libros de nutrición pueden decir cosas cómo: «Los lactantes de entre seis y nueve meses necesitan entre x e y miligramos/kilo/día de lípidos »; pero no pueden decirnos cuántos lípidos necesita tomar Laura Pérez, de ocho meses, esta tarde a las 16.28), no sabemos qué cantidad de lípidos tenía la leche al principio de la toma, no sabemos cuántos mililitros de leche lleva tomados, no sabemos a qué velocidad está aumentando la cantidad de grasa en la leche en esta toma concreta, no sabemos qué cantidad de grasa tendrá la leche del segundo, no sabemos qué cantidad de leche del segundo
le cabrá en el estómago. ¿Y cómo hay gente capaz de decir cosas como: «A los diez minutos sáquelo del primer pecho para darle el segundo?» Pues vaya usted a saber. La ignorancia da alas a la audacia.
Cada bebé dispone, pues, de tres mecanismos para modificar la composición de la leche que toma en cada momento: puede decidir cuánta leche toma, cuánto tarda en volver a mamar, y si toma un solo pecho o los dos. Se ha comprobado experimentalmente, analizando la leche en cada caso, que los tres factores influyen en su composición. La cantidad de leche ingerida debería depender del tiempo que está un niño al pecho; pero la relación es tan variable (unos niños maman deprisa, otros despacio) que estadísticamente no hay relación: no podemos decir: «Si ha estado cinco minutos ha tomado ochenta mililitros, y si ha estado diez minutos ha tomado 130 mililitros». La concentración de lípidos no depende del tiempo que mama el niño, sino de la cantidad de leche que ha tomado en ese tiempo. Ahora bien, para un niño determinado, y en una toma determinada, es obvio que si le sacamos el pecho antes, habrá tomado menos. Y, por otra parte, es fácil medir cuánto tiempo mama, pero es muy difícil saber cuánta leche ha tomado. Así que, a efectos puramente didácticos, podríamos decir que los tres mecanismos de control son: la duración de la toma, la frecuencia de las tomas, y el tomar un pecho o los dos.
Cada niño, en cada momento del día o de la noche, modifica a voluntad estos tres factores para conseguir el alimento que necesita.
Cuando se saca al niño del primer pecho antes de que acabe (tal vez porque alguien con buena voluntad ha advertido: «Sobre todo, dale el segundo pecho antes de que se duerma»), en vez de la última leche del primer pecho
tomará la primera leche del segundo pecho. Eso significa, que necesitará tomar más volumen para obtener las mismas calorías.
Si la diferencia es pequeña, probablemente no pasa nada. Toma un poco más de leche, y santas pascuas. Pero si le cambian de pecho cuando aún tenía que mamar mucho del primero (por ejemplo, cuando sacamos el pecho a los diez minutos a un niño que necesita quince o veinte minutos), la cantidad de leche que tendría que tomar es tan grande que, sencillamente, no le cabe en el estómago. En los adultos, el estómago tiene una capacidad muy superior a la que normalmente se utiliza; podríamos tomarnos un litro de agua después de comer y no notaríamos apenas molestias. Pero el estómago de un bebé es muy pequeño, casi no tiene capacidad de reserva. El niño se ve obligado a soltar el segundo pecho, porque ya no le cabe nada, pero por otra parte todavía tiene hambre; la situación es muy similar a la que se produce por la mala posición al pecho.
En 1988, Michael Woolridge y Chloe Fisher publicaron en la prestigiosa revista médica Lancet cinco casos de bebés que presentaban de forma continuada llanto frecuente, cólicos, diarrea y otras molestias. Bastó con decir a las madres que no sacaran al niño del primer pecho, sino que esperaran a que él solo lo soltase cuando acabase, para que las molestias desaparecieran.
Poco después, Woolridge y otros investigadores intentaron reproducir experimentalmente la situación en un grupo de bebés sanos que no tenían ningún problema con la lactancia. Dijeron a la mitad de las madres que sacasen al niño del primer pecho a los diez minutos, y a la otra mitad que esperasen el tiempo que hiciera falta a que el bebé soltase el pecho voluntariamente.
Esperaban que los niños del primer grupo tomarían demasiado líquido, demasiada lactosa y poca grasa, y por tanto tendrían cólicos, vómitos y gases. Y, en efecto, de entrada tomaban menos grasas. Pero ellos mismos modificaban los otros dos factores, el tiempo entre toma y toma y el tomar un pecho o dos, de forma que a lo largo del día conseguían tomar la misma cantidad de grasa que el otro grupo, y no tenían ninguna molestia.
Como el niño tiene tres herramientas (recuerde: frecuencia de las tomas, duración de las tomas, un pecho o dos) para controlar la composición de la leche, es posible que la mayoría de ellos se las arreglen para controlar con dos de ellas, aunque hayamos fijado la tercera arbitrariamente. Tal vez, aquellos cinco niños que sí tuvieron problemas al limitar el tiempo de succión son excepciones, son niños (o madres) con menos capacidad fisiológica de adaptación. Del mismo modo, todos caminamos, pero a la hora de correr unos van más despacio y se cansan antes que otros.
La capacidad de la adaptación de los seres vivos puede ser muy grande, pero no podemos pedirle milagros. A lo largo del siglo pasado, muchos médicos se empeñaron en controlar simultáneamente los tres factores: el niño tiene que mamar exactamente diez minutos de cada lado cada cuatro horas.
La exactitud llegaba a ser obsesiva; todavía algunas madres preguntan si las cuatro horas se empiezan a contar desde que el niño empieza a mamar o desde que acaba (porque, claro, con diez minutos por pecho y uno entre medias para hacer el eructo, serían cuatro horas y veintiún minutos). Muchos libros y muchos expertos ni siquiera decían «cada cuatro horas», sino que
daban las horas concretas: a las ocho, a las doce, a las cuatro, a las ocho y a las doce. ¡Ni se te ocurra darle a las nueve, a la una y a las cinco! Entre doce de la noche y ocho de la mañana había un descanso nocturno de ocho horas (a pasar media noche en vela oyendo cómo llora tu hijo y sin poder darle el pecho le llamaban descanso nocturno). Lo de las cuatro horas era la recomendación de la escuela alemana. También había una escuela francesa que recomendaba dar el pecho cada tres horas, con descanso nocturno de seis. Cabe preguntarse si el haber mamado cinco o siete veces al día influía en el carácter nacional de los respectivos países. También había partidarios de dar en cada toma un pecho o ambos (estos últimos más numerosos), con lo que en total había cuatro teorías: uno cada tres, dos cada tres, uno cada cuatro o dos cada cuatro. Pero, habitualmente, cada médico tenía una sola teoría, y la defendía con entusiasmo. Así que los niños se encontraban totalmente desarmados: no podían elegir ni la frecuencia, ni la duración, ni el
número de pechos en cada toma. Ya no podían controlar ni la cantidad ni la composición de la leche, tenían que conformarse con la que les tocaba en suerte. En la mayoría de los casos, la cantidad era insuficiente y la composición, inadecuada; los niños lloraban, se quejaban, vomitaban, no aumentaban de peso... Hace unos años, en España, dar el pecho todavía a los tres
meses era raro, y darlo sin ayudas de biberón era casi heroico.
Claro, también hay casos en que, por la más rocambolesca de las coincidencias, el niño obtiene la cantidad de leche que necesita y con una composición adecuada mamando diez minutos cada cuatro horas. Esas raras excepciones no hacían más que confirmar la fe de los médicos en los horarios rígidos: «Todo esto de la lactancia a demanda son tonterías. Yo conocí a una madre que seguía al pie de la letra lo de los diez minutos y las cuatro horas, y le iba de maravilla; dio el pecho nueve meses, y el niño dormía como un bendito y engordaba perfectamente. Lo que pasa es que ahora las mujeres no quieren esforzarse, prefieren la comodidad del biberón».
Cuando se saca al niño del primer pecho antes de que acabe (tal vez porque alguien con buena voluntad ha advertido: «Sobre todo, dale el segundo pecho antes de que se duerma»), en vez de la última leche del primer pecho
tomará la primera leche del segundo pecho. Eso significa, que necesitará tomar más volumen para obtener las mismas calorías.
Si la diferencia es pequeña, probablemente no pasa nada. Toma un poco más de leche, y santas pascuas. Pero si le cambian de pecho cuando aún tenía que mamar mucho del primero (por ejemplo, cuando sacamos el pecho a los diez minutos a un niño que necesita quince o veinte minutos), la cantidad de leche que tendría que tomar es tan grande que, sencillamente, no le cabe en el estómago. En los adultos, el estómago tiene una capacidad muy superior a la que normalmente se utiliza; podríamos tomarnos un litro de agua después de comer y no notaríamos apenas molestias. Pero el estómago de un bebé es muy pequeño, casi no tiene capacidad de reserva. El niño se ve obligado a soltar el segundo pecho, porque ya no le cabe nada, pero por otra parte todavía tiene hambre; la situación es muy similar a la que se produce por la mala posición al pecho.
En 1988, Michael Woolridge y Chloe Fisher publicaron en la prestigiosa revista médica Lancet cinco casos de bebés que presentaban de forma continuada llanto frecuente, cólicos, diarrea y otras molestias. Bastó con decir a las madres que no sacaran al niño del primer pecho, sino que esperaran a que él solo lo soltase cuando acabase, para que las molestias desaparecieran.
Poco después, Woolridge y otros investigadores intentaron reproducir experimentalmente la situación en un grupo de bebés sanos que no tenían ningún problema con la lactancia. Dijeron a la mitad de las madres que sacasen al niño del primer pecho a los diez minutos, y a la otra mitad que esperasen el tiempo que hiciera falta a que el bebé soltase el pecho voluntariamente.
Esperaban que los niños del primer grupo tomarían demasiado líquido, demasiada lactosa y poca grasa, y por tanto tendrían cólicos, vómitos y gases. Y, en efecto, de entrada tomaban menos grasas. Pero ellos mismos modificaban los otros dos factores, el tiempo entre toma y toma y el tomar un pecho o dos, de forma que a lo largo del día conseguían tomar la misma cantidad de grasa que el otro grupo, y no tenían ninguna molestia.
Como el niño tiene tres herramientas (recuerde: frecuencia de las tomas, duración de las tomas, un pecho o dos) para controlar la composición de la leche, es posible que la mayoría de ellos se las arreglen para controlar con dos de ellas, aunque hayamos fijado la tercera arbitrariamente. Tal vez, aquellos cinco niños que sí tuvieron problemas al limitar el tiempo de succión son excepciones, son niños (o madres) con menos capacidad fisiológica de adaptación. Del mismo modo, todos caminamos, pero a la hora de correr unos van más despacio y se cansan antes que otros.
La capacidad de la adaptación de los seres vivos puede ser muy grande, pero no podemos pedirle milagros. A lo largo del siglo pasado, muchos médicos se empeñaron en controlar simultáneamente los tres factores: el niño tiene que mamar exactamente diez minutos de cada lado cada cuatro horas.
La exactitud llegaba a ser obsesiva; todavía algunas madres preguntan si las cuatro horas se empiezan a contar desde que el niño empieza a mamar o desde que acaba (porque, claro, con diez minutos por pecho y uno entre medias para hacer el eructo, serían cuatro horas y veintiún minutos). Muchos libros y muchos expertos ni siquiera decían «cada cuatro horas», sino que
daban las horas concretas: a las ocho, a las doce, a las cuatro, a las ocho y a las doce. ¡Ni se te ocurra darle a las nueve, a la una y a las cinco! Entre doce de la noche y ocho de la mañana había un descanso nocturno de ocho horas (a pasar media noche en vela oyendo cómo llora tu hijo y sin poder darle el pecho le llamaban descanso nocturno). Lo de las cuatro horas era la recomendación de la escuela alemana. También había una escuela francesa que recomendaba dar el pecho cada tres horas, con descanso nocturno de seis. Cabe preguntarse si el haber mamado cinco o siete veces al día influía en el carácter nacional de los respectivos países. También había partidarios de dar en cada toma un pecho o ambos (estos últimos más numerosos), con lo que en total había cuatro teorías: uno cada tres, dos cada tres, uno cada cuatro o dos cada cuatro. Pero, habitualmente, cada médico tenía una sola teoría, y la defendía con entusiasmo. Así que los niños se encontraban totalmente desarmados: no podían elegir ni la frecuencia, ni la duración, ni el
número de pechos en cada toma. Ya no podían controlar ni la cantidad ni la composición de la leche, tenían que conformarse con la que les tocaba en suerte. En la mayoría de los casos, la cantidad era insuficiente y la composición, inadecuada; los niños lloraban, se quejaban, vomitaban, no aumentaban de peso... Hace unos años, en España, dar el pecho todavía a los tres
meses era raro, y darlo sin ayudas de biberón era casi heroico.
Claro, también hay casos en que, por la más rocambolesca de las coincidencias, el niño obtiene la cantidad de leche que necesita y con una composición adecuada mamando diez minutos cada cuatro horas. Esas raras excepciones no hacían más que confirmar la fe de los médicos en los horarios rígidos: «Todo esto de la lactancia a demanda son tonterías. Yo conocí a una madre que seguía al pie de la letra lo de los diez minutos y las cuatro horas, y le iba de maravilla; dio el pecho nueve meses, y el niño dormía como un bendito y engordaba perfectamente. Lo que pasa es que ahora las mujeres no quieren esforzarse, prefieren la comodidad del biberón».
1 comentarios!:
Muy interesante el articulo. Yo amamante a Thomy hasta los dos años y la verdad que pienso repetir la experiencia.
Me reia mientras leia, porque me sentia identificada con esas que producen tanta leche que necesitan palanganas dentro del sujetador..jeje
Al inico me empaba, usaba toallones y tiraba la leche, de tanta que tenia, pero ocmo dice al art. con el tiempo, se regula depende la necesidad del niño.
besotes
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